Cicatrices

Cada paso hacia lo incierto, por más doloroso que sea, la transforma.

Ya no es la misma de antes.

Venessia se encuentra atrapada en su propia habitación, como si las paredes fueran un reflejo de su alma, encerrada en un destino incierto del que no puede escapar. No son las paredes lo que la detienen; es su propia mente la que levanta los barrotes invisibles, los que no puede o no quiere derribar.

Cada día que pasa sin decidir añade un peso más en su pecho, un susurro constante que la aleja de lo que podría haber sido. Lo no vivido se amontona en su interior, mientras las posibilidades perdidas resuenan como ecos de algo que nunca existió. En su mente, los caminos alternativos se despliegan con una claridad cruel, recordándole que a veces el mayor enemigo está dentro de uno mismo.

Su mente se convierte en un laberinto donde lo real y lo irreal se entrelazan, desdibujando los límites de lo posible. Los monstruos que la habitan no son ajenos: son los propios miedos que ha alimentado en silencio.

Y en ese laberinto, descubre que la parálisis duele más que cualquier paso incierto, que el estancamiento es un pozo más profundo

que cualquier caída.

El miedo a lo desconocido, al cambio, se transforma en una prisión más asfixiante que cualquier pared que la rodee. Pero los miedos también son maestros. En ellos se encuentran respuestas, verdades incómodas que esperan ser desenterradas. Es ahí, entre el desasosiego y la oscuridad, donde Venessia comienza a comprenderse.

Son las cicatrices las que cuentan la verdadera historia. Aunque marcada, ha aprendido que son ellas las que nos definen, las que muestran dónde estuvimos y cómo seguimos. Hay lecciones en el dolor que solo el tiempo puede revelar, secretos que la perfección jamás podría enseñar. Ella lo sabe ahora: no hay transformación sin heridas, ni historia sin cicatrices.

¿Qué tan lejos llegarías para enfrentar los laberintos de tu propia mente?