El ser humano es una manifestación divina, una idea enviada al mundo con una misión universal, destinada a trascender las limitaciones terrenales. Al cumplir esta misión, trasciende su identidad mortal y se convierte en inmortal, reconocido en su integridad por la comunidad.

Esta verdad fundamental encuentra su plena expresión en la figura de Jesucristo, que simboliza la revelación de la naturaleza espiritual, inmortal y santa de la humanidad. La aceptación de esta verdad, al revelar la divinidad interior de cada individuo, eleva al hombre por encima del ego carnal, haciéndole consciente de su esencia divina.

El viaje de Cristo, desde su concepción hasta su ascensión, ilustra el desarrollo interior del ser humano, guiándolo desde su origen espiritual hasta la plena unión con Dios. Su venida al mundo físico representa el despertar de la naturaleza divina que habita en todos. La montaña, que simboliza el estado elevado de la mente, es el lugar donde se preparan las revelaciones espirituales, que culminan en las enseñanzas divinas de Cristo.

El Sermón de la Montaña, especialmente las Bienaventuranzas, hace profundas declaraciones de la Verdad universal, proclamando el Bien que, incluso en medio del mal, ofrece consuelo y alegría. Estas bienaventuranzas no son sólo promesas futuras, sino estados de felicidad que resultan de la revelación de la Verdad en las almas humanas. Cada una de ellas trae consigo una lección de humildad, pureza y búsqueda de la justicia, dando cabida a la presencia de Dios en la vida de quienes las viven.

Al enseñar sobre la justicia, Cristo revela que la obediencia a la ley divina no se realiza mediante actos externos, sino a través de una transformación interior. La justicia, tal como la enseña Jesús, trasciende las prácticas externas y se manifiesta en el corazón, conduciendo a la liberación espiritual. Quienes comprenden la ley en su espíritu son capaces de alcanzar el Reino de los Cielos, donde todos son hijos de Dios, independientemente de su posición o condición.

Jesús también enseña que la espiritualidad va más allá de las acciones externas, centrándose en la pureza de pensamiento e intención. El corazón es el altar de la oración, y el perdón, fundamental para el crecimiento espiritual, libera al individuo del ciclo del sufrimiento. La oración sincera, expresada en comunión directa con Dios, es el camino hacia la paz interior, desprovista de egoísmos y ansiedades.

En cuanto a los bienes materiales, Jesús advierte contra el apego, animando a buscar los tesoros celestiales, cuyas riquezas son inmortales y espirituales. Propone una vida de confianza en la providencia divina, dejando de lado las preocupaciones por el futuro, porque Dios se ocupa de todas las necesidades humanas.

El camino espiritual es, pues, un itinerario de transformación interior, que exige discernimiento, humildad y la práctica constante del amor. Jesús enseña que, para alcanzar la paz y la unión con lo divino, es necesario abandonar las ilusiones y seguir el camino estrecho, donde la atención se centra en la unidad con Dios y en vivir en el presente, en el eterno ahora. La fe, construida sobre la roca de la confianza en Dios, es capaz de soportar la adversidad, haciendo al individuo capaz de superar los desafíos y alcanzar la plena realización espiritual.

Así, la práctica de las enseñanzas de Cristo es el medio por el que el ser humano alcanza la transformación espiritual y la unión con lo divino, viviendo en armonía con la verdad universal y reflejando el amor de Dios en todas sus acciones. Este proceso de regeneración es el camino hacia la realización del Reino de los Cielos dentro de cada persona, donde la unidad divina se convierte en la realidad que trasciende todas las limitaciones humanas.

A.R.Ribeiro.

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