Se supone que esto no le pasa a tipos como yo. No soy un criminal ni un extranjero ilegal. Soy un chico de clase media de una buena familia.
Pero el negocio de mi padre atravesó una mala racha y necesitaba un préstamo para salvarlo. Y sólo le quedaba un activo que el banco aceptaría como garantía.
A mí.
Papá dijo que no sería tan malo. Que sólo sería por unos años, y que volvería a ser un hombre libre en cuanto pagara el préstamo. Lo hizo sonar como si fuera a servir mesas o cortar el césped. Un trabajo duro que «forjaría mi carácter», me dijo.
Pero papá no había pensado en cómo cambiarían las cosas una vez que estuviera al cuello.
O qué otros usos podría encontrar el banco para una esclava rubia de dieciocho años.